La inmutabilidad de la Ley de Vida: susurros del Espíritu

Posted on sábado, 3 de octubre de 2009 | 0 comentarios
“Mientras yo me interno en estas discusiones, paréceme sentir la presencia de algún elemento superior que las preside… Y hay una voz que dice a mi oído:…” Estas fueron las palabras iniciales que hicieron que “Ortodoxia”, de Gilbert Keith Chesterton, no fuera tomado por mí como un libro más, un tratado teológico, sobre la Verdad de Dios. Y es que al leer esto, algo en mí hizo click, algo me dijo que eso no era obra de la mente del autor.

Debo decir que, personalmente, no comparto las creencias de las iglesias ortodoxas, ni creo en el conservadurismo; pero no puedo ser ciega ante los susurros de un espíritu que está manifestando una verdad, independiente de las religiones. Negarlo sería simplemente ser necio.
Y es que no se trata de levantar personalidades, ni de establecer religiones a partir de las vivencias o de las claridades de una persona. Una cosa es clara: se puede dar testimonio de vida, mas las personas no deben seguir o imitar a quien lo da. “Believe in the ideal, not in the idol”, dicen. Y en el prefacio esta afirmación se manifiesta de manera sucinta, con respecto al propósito del libro: “…intentar una explicación, no sobre si la fe cristiana puede ser creída, sino cómo fue que él llegó a creer en ella”. Es decir, no dar recetas del cómo, sino que este “cómo” se responda en las vivencias de cada uno de nosotros… en cada espíritu.


Los testimonios deben tomarse como parte de una verdad, y no La Verdad en su totalidad. Cada uno tiene que aprender lo que debe, y en esa claridad extrapolar leyes para su vida. Cuando “esa voz” le dice al oído: “Yo sí que he alcanzado a fijar un ideal eterno, como que está fijo desde antes de la creación del mundo. Mis normas son inalterables… Podréis mudar el término proyectado del viaje, pero nunca el sitio de la partida”, se está diciendo que es Dios el inmutable, y lo que no cambia es Su Verdad, Su calidad de Dios, Su origen, Su raíz… Su esencia divina, que es espiritual.
Como diría el filósofo presocrático Heráclito de Éfeso: “Lo único que no cambia es el cambio”. Y es que las verdades divinas del macrocosmo se rigen por leyes distintas a las del microcosmo, donde nosotros vivimos. En el micro, en el mundo, existe un tiempo medible, y por lo tanto las cosas perecen; en cambio, en los Cielos, esto no es así. Acá en la Tierra la naturaleza cambia, y sobretodo…. El Hombre cambia. Pero aún así el espíritu del Hombre se rige por leyes que van más allá de este mundo, que guían su trascendencia, y que son inmutables.
Esto no quiere decir, como se ha malinterpretado, que los cambios sean nefastos, y que incluso cambiar una sola palabra de un Evangelio no pueda ser posible. La Verdad es una, y no está supeditada a las leyes de este mundo. Cualquier persona en contacto, en armonía y quietud con su espíritu- porque Dios Es Espíritu- puede entrar en contacto con esta Verdad Universal que es inmutable… aunque muchos intelectuales crean que con esto dejamos de ser libres, porque no es así. Una palabra que se pierda de un Evangelio debería ser entendida y completada de igual forma, porque la Verdad está y estará siempre. Es una Ley de Vida.


Todo lo interpretable seguiría una lógica de mutabilidad; y, por lo tanto, como es una verdad que se puede mudar o acoplar según lo que yo acomodo, no es en sí una Verdad. Todo lo propenso a interpretación está sujeto a la psiquis, a la mente, a los deseos, sentidos y emociones de quien, en un momento determinado, ha establecido sus pequeñas verdades.
“Podréis mudar el término proyectado del viaje, pero nunca el sitio de la partida” no es más que una verdad susurrada por el espíritu de Chesterton, la cual nos dice que todos provenimos de una única fuente: el Espíritu Santo, y que luego es el Padre el que nos da conciencia y voluntad. Y también dice: “ni la costumbre más petrificada, ni la más fugitiva evolución pueden impedir que el bien original haya sido el bien”; es decir, el bien ha existido desde siempre, y no es una invención mental humana creada, ni tampoco una necesidad como muchos utilitaristas creen.
Aún así, al parecer, el propio Chesterton hace oídos sordos a estas palabras, pues declara que “sin embargo” siguió adelante. Cristo mismo, a través del espíritu de Chesterton, nos dice una gran verdad, tal vez la que desarma toda mirada intelectualista hacia Dios: “Contra vuestra historia alzo yo toda mi leyenda prehistórica: y esta norma no es ya como un mueble más o menos fijo de vuestras casas, sino que es un hecho consumado”.
¿Acaso debemos renegar esa Verdad y rebajarla a un comentario antojadizo? Cada uno la vive diferente, pero siempre es Una

El soberbio camino intelectualista hacia la Verdad de Dios

Posted on viernes, 11 de septiembre de 2009 | 1 comentarios
La teología, a mi parecer, es el campo del conocimiento más soberbio creado por el hombre. La RAE la define como la “ciencia que trata de Dios y de sus atributos y perfecciones”. Una ciencia es un conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales. Es decir, estos conocimientos se obtienen mediante una sola categoría humana: la razón.
Al discernir, entonces, mediante la razón, los teólogos no han hecho más que rendirle culto a la mente humana, y se han introducido en acalorados y ciegos debates frente a la “naturaleza” de Dios. Estos enormes tratados de filosofía teológica han sido leídos, releídos y contestados por la mayoría que cree que el Ser Supremo puede ser encasillado, entendido y comprobado argumentalmente mediante la sinapsis de nuestras neuronas. Simplemente nuestra mente se queda pequeña.
Y no se trata de ser estúpido, al contrario. Llegaremos a Cristo y al Padre sólo mediante el espíritu que vive en cada uno de nosotros, y que es conexión directa con Dios. ¡No con la razón! Somos pequeñas gotas de un inmenso mar- que es Dios-, es decir, pertenecemos a Él directamente. Por lo tanto, es una apostasía, no sólo decir, sino que hacer práctica- más aún personas que se definen como “cristianas”- de la mente como medio para llegar a tener una relación directa con Cristo. Es una diferencia tan sutil, ¡pero a la vez tan abismante!
Nuestro espíritu tiene razones que la razón no entiende- parafraseando el popular refrán-, y precisamente eso es lo que nunca asimiló John Henry Newman. Se cambió de religión porque simplemente leyó libros que le daban más la “razón” a la Iglesia Católica, y no discernió vivencial y espiritualmente lo que precisamente su espíritu le pedía a gritos: conocerlo. No importa a cuál religión se acomodó o no, esas son peleas que produce la gente del mundo en nombre de Dios. La mente sólo hizo que ahogara a su verdadera esencia, y que finalmente su objetivo se viera truncado, alejando a Dios de su vida mediante sus razonamientos filosófico-existenciales. Es la muerte misma.

Todos quienes somos creyentes nos han sermoneado una enseñanza fundamental: el Espíritu Santo tiene el Magisterio de la Sabiduría. Nadie más que Él posee la Verdad. Entonces, ¿por qué las religiones y creyentes tienen tantas dudas fundamentales con respecto a Dios y la Vida? Cada vez que escucho la opinión- porque no son más que eso, opiniones- de un cura, un teólogo, un sacerdote, o un simple y supuesto creyente, de cualquier religión, no veo más que inseguridad y discrepancias con respecto a sus pares. No veo espíritu en lo que manifiestan, no veo humildad. A veces simplemente responden que hay “misterios de la vida”. ¿Misterios? En una persona que Vive a Cristo y lo conoce no hay misterios, sólo verdad emanada de la única fuente de Sabiduría.
Dios es un dios de conciencia. La fe es sólo el primer escalón de la creencia. Es una convicción interna, espiritual, que se va haciendo tangible en la inocencia, siendo niños. El ser Persona es ser conciente de uno mismo; al contrario de los animales, que se rigen por instintos. Dios es un dios de conciencia, y además Él tiene conciencia de ser un dios.
Y es que ¿quién se ha relacionado directamente con Cristo? Cada vez que escucho a esos teólogos, la conclusión a la que llego es siempre la misma: “no conocen ni han vivido a Cristo en su espíritu”. Y qué lamentable. Muchas de esas personas guían a otras en su creencia en Dios, ¡y sólo se basan en los testimonios de la Biblia! Es decir, encarcelan a Dios en un libro, y lo leen como si fuera un “manual para el creyente”, una receta no muy complicada de realizar, algunos pasos para “llegar al Cielo”. Y la gente cae, y se hace cada vez más ignorante y muerta espiritualmente, acariciando a la razón como diosa del intelectualismo y la “verdad”.
Las enseñanzas del Tao Te King nos hablan de una verdad muy simple: “la verdadera maestría es aquella que enseña lo recorrido. Sólo los necios hablan de lo que nunca han vivido”. Por lo tanto, no debemos adorar a las personas, sino que tomar sus experiencias para no tropezar con la misma piedra. Es uno mismo el que tiene que recorrer el camino, su propio camino. Y si alguien no ha vivido realmente a Dios en su espíritu… ¿cómo puede realizar tantas afirmaciones, y además hacerlas en nombre de Él? Esa es la soberbia misma. Newman fue un soberbio.

KITSCH MADE IN CHINA

Posted on domingo, 31 de mayo de 2009 | 0 comentarios
Hace algunas semanas tuve que redactar un informe acerca del estilo artístico "Kitsch". Primero, debí realizar un análisis de las dimensiones estéticas y comunicacionales de este, y luego escoger un objeto, canción, lo que fuese necesario, y fundamentar que era realmente Kitsch.
Tal vez no es exhaustivo... simplemente es. Aquí va.

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EL KITSCH
SUS DIMENSIONES ESTÉTICA Y COMUNICACIONAL




El Kitsch es un estilo artístico, un concepto estético y cultural que imita las formas y productos de un pasado “prestigioso”, las cuales fueron y son socialmente aceptadas y consumidas.
Desde sus orígenes, ironizaba con la relación entre arte “barato” y consumismo; pero actualmente también designa la inadecuación estética en general, y nos permite comprender mejor las formas de la cultura y el arte contemporáneo, de la industria cultural.

Mientras redacto este informe, tomo apuntes con mi lápiz pasta, que más se parece a un cohete espacial, con tintas de los colores más raros. Tomo una taza con una leyenda que dice “Recuerdo de La Serena”, y una foto (o algo parecido) del faro monumental, con colores que perturban mi memoria emotiva (¿el faro es salmón?). Mientras tanto, miro mis pantuflas, que asoman el rostro de “Mickey”: sí, el famoso ratón de Walt Disney, y tarareo canciones de las Spice Girls, recuerdo de mi pasado infantil que anhelo evocar. ¿Sería lo mismo si en vez de toda esta parafernalia, tuviera simplemente una lapicera bic, un tazón blanco, unos zapatos de levantar muy cómodos, y escuchara a Los Bunkers? Funcionalmente, claro que sí. Pero no hay cómo sentirse “especial”, querido, e incluso más seguro, con estos objetos que tienen una significación subjetiva y emotiva diferente a la convencional. Sí, todos tenemos algo de Kitsch.

Podemos caracterizar y determinar la importancia del Kitsch dentro de dos dimensiones: una estética y otra comunicacional. Lo estético está relacionado con la forma, con los recursos utilizados en la construcción, ya sea de un objeto, un concepto, un personaje, una canción, una película, etc. Lo comunicacional tiene que ver con la intención que tiene el autor de una obra kitsch al realizarla: cuál es el efecto que busca obtener con su publicación.

En lo referente a la dimensión estética del Kitsch, podemos decir que éste es un arte anacrónico, pues fusiona elementos artísticos ya establecidos para darles una for
ma con sobrecarga sentimental, incluso cursi. Pero no se trata de una fusión “coherente” con un claro sentido artístico, sino que de una imitación, una clara copia- para algunos, no tanto- de un estilo, una moda que existió y se impuso hace algún tiempo, distinguiéndose en su momento. Por lo tanto, el Kitsch tiene un cierto sentido evocador, pues le tiene miedo a la muerte, un miedo basado en el popular pensamiento de que “todo tiempo pasado fue mejor”. Pero debe volver a antaño, a los métodos primitivos, porque en sí mismo carece de toda imaginación propia.

El Kitsch se asocia y quiere imitar un contexto aristocrático, en donde son sus protagonistas los que han juzgado y determinado a través de la historia, sin pretensión conciente, lo que es un “buen” o un “mal” arte. Es entonces el burgués, el nuevo rico, el hombre que surge, el que cree poder alcanzar siquiera ese estatus que siempre envidiaron de la élite, copiando las características y hábitos culturale
s que lo hacen sentirse como igual: el arte es la manifestación más tangible para demostrar al mundo su renovada alcurnia. Y lo hacen imitando tanto la forma de vestir como la decoración de sus hogares, en una simulación exagerada, y que no tiene una base ni en la estética ni en el arte.

Por otro lado, en lo referente a su representación, el Kitsch se opone rotundamente a la simplicidad, siente un rechazo a las superficies limpias, y se manifiesta en una sobriedad perdida, en una exagerada tendencia a la distorsión de los objetos en función de la decoración, pero más de la ornamentación. Se transforma finalmente en un arte de mal gusto, pasado de moda (a pesar que quiere evocar una “moda” anterior), y es pretencioso pues sueña con volver a evocar a esas ya añejas sensaciones con clichés prefabricados y –ultra- repetitivos.
El Kitsch quiere que volvamos a sentirnos jóvenes usando esa ropa que pasó de moda hace veinte años, comprando ropa usada, vistiendo pantalones ajustados, usando zapatos con terraplén, y con una chasquilla que haría resucitar a Elvis Presley. Pero esto no sin antes repletar la pared de mi casa con cuadros-imitación de la Mona Lisa, La Última Cena, o tal vez, quién sabe, del mismo Elvis, con marcos de plástico que simulen oro en un estilo rococó, porque es “elegante”. Al mirarlos- y mirarnos- exclamaremos: “¡Qué monono!”.

Pero el Kitsch no quiere ni pretende producir “lo bueno”, sino que “lo bello”, una belleza claramente subjetiva y preexistente. No busca calidad, pues debe llegar a la mayor cantidad de personas y a un bajo costo. Está bajo las reglas del mercado, dentro de una industria cultural que se basa fríamente en los vaivenes de la oferta y la demanda. Es por eso que no hay en él un desafío estético, que lo distinga en sus preceptos de los demás estilos, pues carece de un proceso de creación que simplemente se determina por las modas impuestas socialmente. No hay una autenticidad de las formas y conceptos en el Kitsch, ni tampoco es su pretensión tenerla. Además, es importante mencionar que es industrial y masivo, al contrario de lo artesanal y folclórico, en donde cada pieza se distingue de las demás por ser particularmente diferente, y que tiene una carga histórica y social potente.

El Kitsch ha sido denominado por muchos como un arte de mal gusto, pues los objetos son empobre
cidos con materiales baratos y una manufactura que deja mucho que desear. Son verdaderas “obras de arte” convertidas en objetos de la vida cotidiana. Estos materiales son disfrazados para que simulen una mejor categoría estética: el plástico con rayas que pretende pasar como madera, o tal vez el algodón que sueña con lucir como seda. En cuanto al uso de los colores, en forma general, podemos decir que los más citados son el rojo, el rosa, el violeta y el lila: las tonalidades clichés de los vestidos de las damas de honor y del pastel en un matrimonio.
“Y por si esto fuera poco…” es tal vez lo que no se cansa de repetir el Kitsch, tratando de “sorprendernos” con algo llamativo, algo “lindo” (no hay palabra en el español que lo defina mejor), pero que en cualquier momento puede ser desechado por otro objeto, otra canción, otro personaje, otro estilo que esté más de moda, que esté menos “gastado”, y que sirva para atraer a la masa de consumidores que pretende. Total, es el mercado el que manda, y hay miles de “Elvis Presley” que puedo evocar una y otra vez, cuantas veces quiera.

En cuanto a la dimensión comunicacional del Kitsch, existen dos teorías que plantean diferentes efectos que quiere lograr el autor de una obra. La primera manifiesta que existe un desprecio y a la vez un deseo- secretos- de diferenciarlo del “arte culto”. Aquí no importa si el “artista” deseaba aparentar o no una pieza más costosa, para que quien la poseyera se destacara como superior. La otra teoría habla de ese deseo de “aparentar ser” (que trajo consigo el capitalismo), y está pensado para que precisamente su poseedor aparente ser algo o alguien que no es, de una clase social, económica o cultural “superior” a la suya. Entonces, dependiendo de lo que desee provocar el autor, una u otra “profecía” debiera cumplirse.

Debemos remarcar nuevamente que el Kitsch es producto del consumismo, por lo tanto su identificación es con el consumidor con un nuevo estatus social, en una sociedad de masas, y no con una respuesta artística genuina. Se ha dicho que es el arte para el hombre de clase media que no tiene mayores metas intelectuales, y sirve para dar a la audiencia ocio y algo que mirar: sí, “¡pan y circo!” para el pueblo. Simplemente pide a sus espectadores dinero a cambio- así de simple; y ni si quiera su tiempo, en el que podría realizar una “reflexión” de la obra. Como diría nuestro amigo Porky: “¡That’s all folks!”

Sin lugar a dudas, el efecto más connotado que logra el Kitsch, y que puede considerarse tanto positivo como negativo, es el de la democratización del arte. Así es, algo que en un momento fue de único privilegio para unos pocos, ahora llega, deformado o no, a mis manos para su goce estético: puedo sentirme orgulloso de las imitaciones de La Mona Lisa o La última Cena, que colgué en las paredes de mi casa, con marcos de plástico-rococó, y exclamar, con actitud soberbia: “tengo un Da Vinci”. A pesar de la caricaturización, es una característica que le otorga un gran valor, pues cree en la igualdad del goce estilístico para todos, y le acerca la “cultura”- o lo que quiera o pueda llamarse- a “los regalones”. Bastante conveniente. Y cómo no, si puedo gozar de estos “Da Vinci” por sólo mil pesos: “todo a luca, caballero, aproveche, son los últimos que me quedan”. ¡Y qué manera de aprovechar, comprando como si se fuese a acabar el mundo!

El Kitsch es golosina para nuestros sentidos, pues ayuda a tranquilizar a las almas comunes, a los mortales, al ciudadano común. Como dijo el diseñador Paolo Calia: “El Kitsch es abalanzarse sobre una torta de crema chantilly luego de haber comido durante años arroz hervido”. No hay mejor metáfora para caracterizar esta actitud del kitschmensch (el “hombre Kitsch”), ya que ha creado la atmósfera de seguridad que la sociedad y él necesitan.

Este concepto es a la vez un fenómeno connotativo, pero no denotativo. Esto quiere decir que es subjetivo, que está basado en la realidad, pero su objetivo no es retratarla, sino que hacernos “pasar gato por liebre”. Y somos concientes de esta situación, pero la aceptamos, pues lo que buscamos- y lo que se nos ofrece- es una película, una canción o un objeto agradable, entretenido, sobretodo fácil de digerir, y no precisamente un “buen trabajo”- aunque a nuestros ojos y oídos parezca serlo. Lo que le importa al Kitsch es el efecto que produce sobre nosotros, para que, hipnotizados bajo él, vayamos a la tiendita de “Todo a mil” y compremos compulsivamente, de acuerdo a una “necesidad” que él mismo ha creado, y que ha llegado a convertirse en “básica”, ese portalápices de madera, de diversos colores y miles de (in)utilidades “que con urgencia anhelábamos”.
En “Apocalípticos e Integrados”, Umberto Eco lo explica muy bien: “… (algo) es Kitsch no sólo porque estimula efectos sentimentales, sino porque tiende continuamente a sugerir la idea de que, gozando de dichos efectos, el consumidor está perfeccionando una experiencia estética privilegiada”.

Ahora bien, el Kitsch no es producto del azar, sino que es la expresión misma de una época, que ha sido desde siempre la vieja misión del arte. Es decir, ser un reflejo, pues declara estar conforme con el mundo y su curso: el capitalismo y el consumismo ya forman parte intrínseca de él.

El Kitsch es ante todo un arte sentimental, jamás racional. No busca la crítica intelectual ni una reflexión (sobre)analizada del objeto, sino que quiere- a toda costa- provocar emociones, sentimientos; pretende evocar sensaciones olvidadas, canalizadas en una carcajada o en una lágrima. Es un fraude comunicacional, no a nivel de contenido.
El Kitsch quiere que suspiremos una vez más escuchando a Cecilia o a Peter Rock, con varios kilos de más, con una vestimenta anacrónica, irrisoria y al borde de lo “ridículo”, cantando a play back, treinta o cuarenta años después; que luego compremos el compendio de “los mejores éxitos” y un cintillo fluorescente con sus nombres, para que finalmente digamos: “qué buenos tiempos, qué ganas de ser otra vez”, con una lágrima de nostalgia inducida.
Como dijo Milan Kundera, en su libro “La insoportable levedad del ser”: “El Kitsch provoca dos lágrimas, una i
nmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: < ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!>. La segunda lágrima dice: < ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad a ver a los niños corriendo por el césped!>” Es precisamente el derramamiento de esta segunda lágrima lo que convierte al Kitsch en Kitsch, y demuestra gráficamente su efecto, su dimensión comunicacional.



SHIJINGSHAN AMUSEMENT PARK
KITSCH MADE IN CHINA

China es una potencia mundialmente conocida por poseer una muy rica y vasta cultura: jarrones milenarios, confecciones en seda con minuciosos diseños, Shaolin Kung-Fu, hábitos diversos en el vestir y el comer, Internet propio, instrumentos y música con sello distintivo, entre otros. Esta es la cara que muestra sus tradiciones, su pasado y su historia, teñida de particularidades que la hacen única.
Pero, por otro lado, y debido a que es liberal en lo económico y comunista en lo político, China también muestra otra faceta, asociada al consumo en una establecida sociedad de masas. Tiene vocación de actriz, pues busca imitar todo aquello digno de ser potencialmente comprado, no por algunos chinos, sino por el mundo entero. Este país sabe lo que el Kitsch ha hecho desde siempre: copiar algo costoso para producirlo con materiales baratos, y venderlo finalmente a un bajo costo, a un público masivo.

Sin lugar a dudas, originalidad no es lo que busca, dentro de esta industria cultural, y tampoco es su punto fuerte. Es constante la referencia a objetos chinos importados en nuestro país con la etiqueta “Made in China”, la cual finalmente se ha transformado en el eslogan de sus productos. Y no es precisamente una evocación positiva, sino que al contrario. Se convirtió en la frase cliché para referirse a aquellos objetos de mala calidad, pero que tienen “algo” que hace que se comercialice por todo el mundo con tanto éxito: ese “algo” es lo que lo hace Kitsch.

Más allá del interminable escaparate de objetos chinos considerados kitsch, exis
te uno- no precisamente un objeto como tal- que llamó mi atención. Se trata del Shijingshan Amusement Park, el parque de diversiones de Beijing, la capital de China. Cualquier mortal que nunca lo haya visto o escuchado de él, pensaría: “¿y qué lo diferencia de los otros parques, que lo hace sobresaltar?”. Pues la respuesta, aunque suene irrisoria, es simplemente nada. ¡Pero cómo! Y esto no porque sea igual a todos los complejos de diversiones de China, sino porque es precisamente igual a uno en particular: el Walt Disney World Resort, ubicado en Florida, Estados Unidos.

A pesar de lo que acabo de afirmar, el dueño de Shijingshan insiste en afirmar, sin si quiera un poco de vergüenza, que “cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia”. Pero las evidencias son claras: el castillo que Walt Disney diseñó con tanto esmero es una copia idéntica del parque chino; Mickey Mouse, el tierno ratón, en Shijingshan es un “gato con orejas grandes”, según su dueño (¡cómo no!); Tribilín, uno de los personajes más antiguos de las películas de Disney, en China se asemeja a un ratón en grave estado de abandono; y la dulce y elegante Minnie Mouse deja lucir sus hermosos brazos humanos (what?) Algo malo debe haber aquí, ¿no?

Ante todo esto, cabe preguntarnos: ¿por qué Walt Disney World Resort? Lo que hace de éste un parque imitable, y que su copia sea Kitsch, es lo que representa, su concepto. Con esto me refiero a que Disney, co
n sus películas, con su mundo de fantasía, con Blancanieves y sus siete enanitos, ha calado hondo en la infancia de muchos niños, incluyéndome, y ha influido tanto positiva como negativamente. Y esta aceptación mundial es la que aprovechó Shijingshan para instalarse millones de kilómetros y hacer que la fórmula funcionara. ¿Esto es ético?... nadie dijo que el Kitsch lo fuera.
Niños chinos se engañan a sí mismos creyendo estar inmersos en el mundo fantástico de Disney, sacándose fotos de recuerdo con Donald Duck (que pareciese que tuviera ataque de colon), y sus padres son partícipes de esto. Pero son felices por un día, ¿será necesario pagar mucho más por estar en el parque original? …Al fin y al cabo, Mickey, Minnie y sus amigos no son reales, sino que forman parte del imaginario de estos niños deseosos de aventuras.

Ahora bien, ¿esta copia es de calidad? “Si es chino, es malo”, dice la gente. Y tal vez en algo tengan de razón, pues en Shijingshan la calidad no es lo más importante. Los pseudo-personajes están fabricados de materiales que dejan mucho que desear, incluso el cierre sus trajes se ve a larga distancia (¿los niños acaso creerán que el “patito Donald” sufrió un accidente, y que esos son los
puntos luego de la operación?); sus colores son de otro mundo (Blancanieves, al parecer, tiene algún tipo de enfermedad a la piel que la hace ver rosada); y, por si esto fuera poco, sufren alguna mutación extraña que, a ratos, su cabeza se sale de su cuerpo y se asoma algo parecido a una cabeza de un chino. ¡Qué increíble, sólo esto puede pasar en Shijingshan! (¿vendrán también con la etiqueta Made in China en sus trajes?). Walt Disney debe estar revolcándose en su propia tumba.

Y por si no quedó claro, y al ver que su dueño insiste en desmentir que no es una copia, sino que son “creaciones originales”, el eslogan del parque no es precisamente “El parque de entretenciones de China”, como podría pensarse siendo obvios, sino que, atención: “Disney is too far” Y sí, Disney está demasiado lejos… de parecerse, gracias a Walt Disney, a Shijingshan. Al parecer a su creador le hace falta con urgencia un asesor comunicacional, porque manifiesta con decisión una postura; pero, por otro lado, la misma leyenda nos dice a gritos que es una copia intencionada. ¿O seremos nosotros los confundidos?…lo dudo.

A pesar de las imitaciones a los clásicos personajes de Disney, Shijingshan también posee unos propios de la cultura oriental. Se trata de personajes de la animación japonesa y china, como lo son Doraemon (el “gato cósmico”), Hello Kitty (la gatita que está de moda); pero también existe uno original: la mascota de los pasados Juegos Olímpicos de Beijing.

Como en la esencia misma del Kitsch, el fenómeno de democratización de la cultura, dentro de su dimensión comunicacional, es también relevante dentro del análisis de Shijingshan Amusement
Park. Acá, de todas formas, la democratización es a nivel del entretenimiento. Probablemente, muchos niños en China tuvieron, tienen y tendrán la posibilidad de cumplir su sueño de conocer a Shrek, o tal vez a Buz
lightyear, y llevar un recuerdo para sus casas, a pesar que nosotros sepamos que no son originales (y sus padres pagarán por esto cinco veces menos que en el original). Pero eso no les importa realmente a los niños: ellos sólo quieren pasarlo bien y conocer a los amigos que sólo habían podido ver por una pantalla de cine o televisión. ¿Se les puede culpar por eso? Claro que no. Creo que mientras el Kitsch contribuya a una sociedad más democrática y con mayores oportunidades para todos, no debería por qué ser “maligna” su influencia. Mal que mal, el cliente siempre tiene la razón.
Que en paz descanses, Walt Disney


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Mi foto
La Serena / Santiago, Chile
Tengo 21 años, y me declaro una apasionada de mi carrera y de la música. Actualmente estudio Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Oriunda de La Serena, pero ahora vivo en Santiago.

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